LOS GRITOS ENSORDECEDORES
Ljubomir Kondratowicz
estaba en un parque cercano a su casa. Eran las seis de la mañana y estaba
amaneciendo. Era un día plomizo y se estaba levantando la niebla en toda la
ciudad. Era uno de los otoños más fríos que habían tenido en Polonia. Las
temperaturas hacía días que no superaban los tres grados, pero Ljubomir no
parecía notarlo. Pues ahí estaba, a las seis de la mañana, vestido con un
pantalón negro, una camisa fina blanca de manga larga y sus botas de campo
negras, en el parque.
El hombre se agarraba con
fuerza a la escarchada barandilla de frío metal. Parecía querer arrancarla.
Sobre sus manos, bancas por la fuerza, caína pequeñas gotas que se evaporaban
al contacto con la piel. Aquellos que lo conocían no podían creer que estuviera
llorando.
Ljubomir era alto y
musculoso. Su formación como militar le otorgaba un férreo porte. Sus actos lo
convertían, a ojos de los demás, en un demonio, en un ser despreciable y cruel.
Durante su vida, había robado, asesinado, engañado, mentido…, incluso a
aquellos a los que amaba.
Pero aquel día, después
de 50 años de lucha, había terminado su pesadilla.
Y no podía evitar llorar
por toda la gente a la que había perdido y por la que, hasta aquel día, no se había
podido permitir derramar ni una sola lágrima. Porque el mundo estaba
despertando y pronto…, muy pronto…, en pocas horas…, quizás unos cuantos
minutos…, se enterarían de que aquella obra por fin había acabado.
La horrible y eterna
función que le habían obligado a representar había terminado, porque el telón
por fin había caído.
Y aquel 10 de noviembre,
resonaron en el mundo entero los aplausos ensordecedores y el grito asalvajado
de millones de almas que agradecían el fin de este espectáculo que había durado
demasiado.
ISABEL EXTREMERA SÁNCHEZ,
1º BACH. A
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